miércoles, 19 de septiembre de 2012

Secretos.

Todas las imágenes son de Arthur Berzinsh.



Desde siempre he sabido que moriría joven.

No sé exactamente cuándo, pero lo que si sé es que quienes acudan a mi funeral exclamarán entre sollozos: Era tan joven...

Llevo con esta certeza demasiado tiempo, aún siendo niña pero, este miedo se confirmó hace unos cinco años, cuando murieron mis tíos y mi abuela, todos por algún maldito cáncer.

En casa, desde siempre la muerte ha sido un tema normal. Uno de los primeros recuerdos que tengo de ella es cuando oí por primera vez decir a mi padre:

Cuando muera no me enterréis, incineradme. Y me metéis en una cajita, ahí bajo el árbol. Y señalaba el enorme pinsapo que preside nuestro patio desde que tengo memoria.




Mi madre siempre le miraba entre la incredulidad y la fascinación; odiaba que mi padre proclamara aquello delante de mi hermano y de mí sin ningún tipo de pudor. Tanto que yo tuve que preguntar, y así mi padre me explicó qué es que te incineren.

Por supuesto, después de la explicación estaba totalmente de acuerdo con él.

También desde muy pequeña mis padres me han hablado de la reencarnación. Ellos creen que yo, su primera hija, los elegí a ellos como mis padres, desde algún universo paralelo.

Esa creencia está tan arraigada en mí que he llegado a pensar en los sueños como recordatorios de otras vidas, que quizás estemos viviendo simultáneamente.




No te portes mal en esta vida hija, que nunca se sabe qué te puede pasar en la siguiente. Decían mis padres cada vez que pegaba a mi hermano pequeño, molestaba al gato o hablaba mal de algún compañero del colegio.

Aquellas palabras me marcaron de por vida.

Pero desde siempre he sentido en mí una extrema fragilidad. Una fuerza interna a la que ya estoy habituada, pero que resulta aterradora.

Entonces no me importaba; si muriera, mis padres, hermanos y amigos terminarían superándolo y aprendiendo a seguir adelante con sus vidas sin mí.

Hasta que un día ocurrió algo horrible y magnífico, me enamoré.




Magnífico porque el amor te hace madurar, compartir, sonreír; pero horrible porque no hay nada que te haga tan vulnerable hacia el dolor.

El día que descubrí que estaba enamorada, no le presté atención a mi profecía, estaba demasiado ocupada saboreando cada segundo con él, sus ojos verdes.

Pero hay días que mi futuro me quita el sueño, pues siento que desde que nací un horrible reloj mental se puso en marcha, dispuesto a restarme vida día a día.

Una vez le conté a él mi miedo.

No digas tonterías, tu no vas a morir joven. Dijo él riéndose por la manera tan solemne con la que solté aquellas palabras.

Pero es que lo sé. Le dije tan convencida como que existía en ese momento.

Sin embargo, cada vez que volvía a surgir aquel tema tan desagradable para él y tan normal para mí, él no podía evitar ponerse triste.




He soñado que te morías. Me dijo un día muy serio, ya no se atrevía a reírse.

Ambos siempre le hemos concedido una exagerada importancia a los sueños.

Para tranquilizarle, yo le decía:

No te preocupes, al menos ya lo sé, estoy preparada.
Lo que no quiero es sufrir.
Sé que no moriré de vieja. Será debido a una enfermedad, cáncer de cualquiera de los órganos que tanto me duelen siempre.

Antes no me importaba, pero morir estando enamorada sería horrible, pues se llega al punto en el que dependes tanto de la otra persona que no eres capaz de concebir tu vida en soledad.

Preferiría morirme yo. Me dijo él un día, pareciendo comprender que nunca podría quitarme ese miedo.




No, no sería capaz de seguir viviendo sin ti. Sería aún más horrible.

Entonces me quedé pensando, sin atreverme a preguntar:

Si me muriera ahora, ¿volverías a enamorarte? Las palabras fueron más rápidas que la mente.

No creo que pudiera... Me dijo él exageradamente triste.

Yo le sonreí, consciente de mi egoísmo, pero también de su infinito amor.

Ojalá pudiéramos morir juntos. Le dije en un tono demasiado feliz.

Eso es imposible. Dijo él, devolviéndome a la realidad.

Si tú te fueras ahora, yo me quitaría la vida. ¿Ves como se puede? Le dije sonriendo, pero totalmente convencida de mis palabras.




Entonces me decidí a contarle un secreto, todos mis miedos. Pensé que si se los contaba, en mi mente esos problemas se harían más pequeños.

Tengo miedo a no poder ser madre nunca, a no llegar a publicar mi libro, a que mis padres y hermanos mueran, a perder a mis amigos, a envejecer, a que me abandones, a que desaparezca el verde de tus ojos...

Sabes que no desaparecerá. Dijo sonriéndome, posando sus ojos en los míos, tanto que pude ver el perfil de mi nariz reflejada en su iris verdoso.

Entonces, en aquel momento comprendí que él siempre estaría conmigo, hasta el día de mi muerte.

Y, automáticamente, como si ambos lo supiéramos, nos abrazamos y nos dormimos, el uno frente al otro, sin poder ser más felices.




No me importaría morirme ahora. Pensé decirle, pero no lo hice.