viernes, 26 de julio de 2013

Siete de febrero, de 2013.



-Dime algo que aún no sepa de ti, le preguntó el marido.
-Nunca te he dicho que experimento un placer muy intenso, casi como un orgasmo, cuando los rayos del sol acarician mi nuca.

El marido sonrió y se acercó a la mujer; le apartó su larga melena y dejó al descubierto el esbelto cuello, moteado de lunares, desnudo y blanco. La besó allá donde el sol la besaba, y ella sintió estremecer todo su cuerpo.

-Nunca me habías dicho eso, de saberlo hubiera secuestrado al sol, le amputaría unos cuantos rayos, y los guardaría en un cofre para ti.
-Y al abrirlo esparciría todos los males de la tierra.
-Sí, excepto la esperanza, rió el marido.

La mujer se levantó y fue a por el regalo que había guardado celosamente en el armario. Aún estaba desnuda, llevaban tantos días en la cama, que no sabían qué hora era, ni recordaban si habían hecho el amor por la noche o por la mañana.

El marido la esperaba en la cama, expectante. Abrió el regalo y sonrió a la mujer.
-¿Dónde están mis rayos de sol? Preguntó ella.

Él señaló su entrepierna y rió a carcajadas al ver la cara de la mujer, que parecía enfadada.
-¿No tienes un regalo para mí? ¿Es que has olvidado qué día es hoy?
-Es siete de febrero, de 2013.
-¿Y bien? ¿Dónde está el sol?
-Se ha ido hace un momento.
-Creo que lo sabe.
-¿Qué sabe?
-Que yo no soy tu mujer.



martes, 9 de julio de 2013

Besos de sangre aguada.



Agosto, cuarenta grados. El niño se enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre aguada.


-No te soporto, no quiero verte, ¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no, así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.

Aquella noche él se fue para siempre, y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a ser besada nunca.