Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
De-lirios y pensamientos
martes, 22 de octubre de 2013
La metáfora del principio y del fin.
Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
viernes, 26 de julio de 2013
Siete de febrero, de 2013.
-Dime algo que aún no sepa de ti,
le preguntó el marido.
-Nunca te he dicho que experimento
un placer muy intenso, casi como un orgasmo, cuando los rayos del sol
acarician mi nuca.
El marido sonrió y se acercó a la
mujer; le apartó su larga melena y dejó al descubierto el esbelto
cuello, moteado de lunares, desnudo y blanco. La besó allá donde el
sol la besaba, y ella sintió estremecer todo su cuerpo.
-Nunca me habías dicho eso, de
saberlo hubiera secuestrado al sol, le amputaría unos cuantos rayos,
y los guardaría en un cofre para ti.
-Y al abrirlo esparciría todos los
males de la tierra.
-Sí, excepto la esperanza, rió
el marido.
La mujer se levantó y fue a por el
regalo que había guardado celosamente en el armario. Aún estaba
desnuda, llevaban tantos días en la cama, que no sabían qué hora
era, ni recordaban si habían hecho el amor por la noche o por la
mañana.
El marido la esperaba en la cama,
expectante. Abrió el regalo y sonrió a la mujer.
-¿Dónde están mis rayos de sol?
Preguntó ella.
Él señaló su entrepierna y rió a
carcajadas al ver la cara de la mujer, que parecía enfadada.
-¿No tienes un regalo para mí? ¿Es
que has olvidado qué día es hoy?
-Es siete de febrero, de 2013.
-¿Y bien? ¿Dónde está el sol?
-Se ha ido hace un momento.
-Creo que lo sabe.
-¿Qué sabe?
-Que yo no soy tu mujer.
martes, 9 de julio de 2013
Besos de sangre aguada.
Agosto, cuarenta grados. El niño se
enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la
piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de
piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al
cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el
hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el
recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el
apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco
hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el
insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las
entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El
primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el
sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la
abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó
su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando
algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un
enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de
autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas
para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se
abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue
lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre
aguada.
-No te soporto, no quiero verte,
¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te
daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho
que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no,
así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te
pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser
padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que
lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la
cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo
hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.
Aquella noche él se fue para siempre,
y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la
lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a
ser besada nunca.
lunes, 13 de mayo de 2013
Sentidos que siento sentir.
Aquella mañana, íbamos hacia la estación, cogidos de las manos. No nos miramos por miedo a desgarrarnos los ojos y a derramar las lágrimas que tan dolorosamente dejaría caer luego. Aquellas caricias, serían las últimas que percibiría mi cuerpo.
El cielo estaba nublado, y entonces comprendí que el negro no es el color más triste, sino el gris, pues nunca será tan oscuro y admirado. El tren llegó a una velocidad inhumana, violenta que nos separó al instante. Sentí tus últimas palabras como suspiros, que mis oídos condensaron en un te quiero dolorosamente cierto; y tu beso efímero me dolió en el alma, al igual que tus caricias, fundidas en el olor que tu cuello desprendía, para unirse con el viento y la lluvia que la horrorosa mañana preludiaba. No nos dijimos nada más, ni un simple adiós: ya nunca volveríamos a vernos.
Te fuiste muy rápido, con el viento, y yo deseé que lloviera, para que las nubes llorasen por nosotros. En el tren, una asquerosa pareja se abrazaba, de esas que están a la moda y no duran juntos ni medio lustro. Yo te quise desde que tenía conciencia del tiempo, y te querré incluso cuando deje de respirar: me temo que te amaré hasta que me lo prohíbas.
Sentí arcadas, dolor entre los ojos, y ganas de arrojarlos a ambos a las vías del tren, pero no les daría la satisfacción de morir juntos, la arrojaría a ella, porque los hombres hacen menos ruido al llorar.
Debería estar prohibido que la gente se besase en la calle, pero no para nosotros. Ante mi imposibilidad de asesinato, quise arrancarme los ojos, uno tras otro, y tirarlos a sus pies, junto a todo el odio que sentía.
Dicen que amamos con los sentidos; yo te amo con mis entrañas, con cada vena y cada poro, con la humedad de mi sexo y con la ingenuidad de mi mente, con toda el alma, y cuando te fuiste te llevaste mis entrañas, y de mí ya no queda nada. Quererte duele tanto como un día gris en el que no llueve, como si el tedioso final no llegara nunca.
martes, 16 de abril de 2013
Océanos de arena.
Aquella noche fría,
espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que
terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más
oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro,
escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles
pesadillas.
Atravesé las montañas
de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me
indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y
hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla,
aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el
sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y
las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de
aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal
dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos
surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar
nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi
cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el
monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un
destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía
inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca
llegaría.
El monstruo engullió sin
placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me
inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el
monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente
criatura en sus negras y sucias entrañas.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Escarificaciones.
La tarde permanecía
tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la
piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos
y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El
cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con
sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no
toleraba el agua.
La piscina se desbordó
de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial,
del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados
pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover,
tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias
del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza
oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a
sumergirme en el agua, junto a los monstruos.
El frío invadió mis
entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El
traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar
con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron,
desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de
sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi
inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el
cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló
arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.
Me sentí desnuda, bañada
por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos
brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un
río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas
blancas.
Acaricié mis heridas con
terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual
cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en
fracciones de segundos.
El calor aumentaba sobre
mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente,
atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se
pega siempre a los zapatos, a las uñas.
Aquella noche, soñé con
África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi
sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal,
guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir
dentro de mí.
domingo, 24 de febrero de 2013
Formas únicas en el espacio (parte II)
El tiempo se consumía,
como cuando las nubes se comen el azul del cielo, y la chica de ojos
marrones miraba por la ventanilla del tren.
El paisaje se le
escapaba, como una pintura futurista, solo que ese incesante
movimiento, a ella le inspiraba quietud, pues no era capaz de
levantarse de su asiento. El día era gris y pesado, muy violento de
respirar, y la chica estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por
seguir existiendo en ese momento.
Al otro lado del vagón
alguien se levantó, era una chica de ojos verdes, muy alta y bella.
Ambas se miraron un instante y, sin saberlo, en ese momento algo se
desgarró en sus miradas. Una fuerza cósmica, malvada, trazó con un
movimiento de aguja sendos orificios en sus ojos, verdes y marrones,
para así unirlos para siempre.
En el cielo, una nube
cogió de la mano a otra, para que ellas no pudieran hacerlo y tan
solo se dijeran: “hola”.
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