sábado, 19 de enero de 2013

Desde lo más profundo de mi ser.


Con este relato he participado en un concurso, 
por eso es más extenso que de costumbre. 
No creo en la suerte, pero a ver que pasa...




Siempre supe que el color rojo de mi pelo significaba algo: estaba destinada a sufrir.

Ya desde antes de mi alumbramiento, de mi salida divina y milagrosa de la cueva roja, mi madre me ponía Mozart, el Réquiem sobre todo.

Aquella música me exorcizaba, me elevaba a las cotas más altas del éxtasis, sin haber probado aún los polvos de ángel ni las pastillas rosas.

Escuchar esas embriagadoras notas era, como descubriría más tarde, un placer comparado a correr por un sendero infinito, correr sin motivo aparente; o gritar, gritar al cielo o al suelo, daba lo mismo; también estaba relacionado con el ansia de comer de un niño, de un niño obeso que traga sin pudor, que engulle como si fuese su último día en la tierra.

Pero cuando vas creciendo, pruebas todo tipo de placeres que te elevan hasta el éxtasis, para después desfallecer y soñar con agujeros negros, y todo en el mundo te da miedo, y todo es tan asfixiante y abrumador como la salida del útero.

Cuando nací, mis padres no me quitaban el ojo de encima, era un pelirroja vigilada en extremo, que tenía que esconderse o levantarse por las noches para devorar pecaminosas porciones de chocolate en la despensa. Algún día alguien me castigará por esto, pensé desde mi ateísmo.

Una niña cada vez más mala, que soñaba a los once años con un mundo donde las mujeres son mantis y los hombres hormigas. Poco después me hice mujer.

No fue para tanto, mis ojos estaban acostumbrados al rojo intenso, a la sangre.

Pero pronto descubrí cuál era mi sueño, si es que está permitido utilizar esta palabra.

Quería ser escritora, aunque aún no había escrito nada. Desde lo más profundo de mi ser, algo fundido a mí, inexplicable, me decía que tenía que escribir.

Se puede escribir sobre mil cosas, me dije. Si nos paramos a pensar, está todo escrito, todo se ha dicho, y de mil maneras pero, ¿y el orden de las palabras? Todo se fundamenta en eso, tan sólo has de saber ordenar las palabras de manera armoniosa. Entonces empecé a odiar mi vocación, ser escritora era un engaño, una farsa. El mérito de los libros debería recaer sobre las palabras, o mejor, sobre las letras; bendito abecedario.

Pasé un tiempo buscando algo con que ganarme la vida, vida que (más tarde descubriría) no me merecía. 

Dejé a mis padres y todo mi pasado, por otra razón de nuevo inconcebible, arraigada en mi ser, voz esplendorosa que dominaba mis sentidos.

Pero allí estaba, diciéndole adiós a mis progenitores, las únicas personas capaces de decirme no, de hacerme sentir vergüenza y de inculcarme tanto asco hacia la vida, que tuve que marcharme.

Me instalé en una ciudad al azar, no importaba su nombre, tan sólo mi futuro de escritora.



Ahora, necesitaba algo sobre lo que escribir.

A estas alturas cabe preguntar si hubo alguien más en mi vida. No, aún no.

Sí que tuve amores pasajeros a los quince años, pero fueron mis hormigas y yo su mantis.

En aquella ciudad hacía frío, salir a sus calles kilométricas me aterraba, pero esa inquietud me ayudaba a escribir.

-Tengo miedo a salir y caerme de algún puente.

No, esa frase era de lo más estúpida, ¿acaso era yo estúpida?

-Tengo miedo... me aterra el mundo y sus precipicios, la gente anónima, insomne que vaga y se arrastra en cualquier dirección sin sentido, sin rumbo original, hacia su muerte inevitable, en algún precipicio.

Mejor por hoy dejo de escribir.

Decidí salir, llevaba algunas noches soñando (pues no existe un verbo para las pesadillas), con caídas estrepitosas, inevitables e infinitas de dolor.

La calle no estaba tan mal, hasta me gustaba ver a toda esa gente con prisas nada más que aparentes, para demostrar que más allá de su condición física, tienen una vida que comparten y hacen en sus remotas casas.

Ese día decidí ir a la editorial, cargada con los manuscritos de veintisiete relatos.

La espera fue insufrible. El tiempo pasaba a la vez lento y rápido. Mis acciones eran efímeras, pero mis pensamientos eran eternos.

Entonces pensé que debería haber revisado los relatos más antiguos pero, para qué.

Los buenos escritores pasan los años subiendo de nivel, escribiendo mejor cada vez; sin embargo, pobres de ellos, nunca alcanzan la perfección, pues la vida es finita y el poder humano también.

Desgraciados los que se aventuraron a escribir, sin rumbo, sin meta, sabiendo que la perfección es utópica, inalcanzable.



-No es lo que estamos buscando.

-¿Y qué es lo que están buscando?

-Algo más alegre, menos dañino para los lectores.

Así que era dañina para mis inexistentes lectores.

Sentí tanto asco que quise vomitar. Ahora tenía dos opciones, no volver jamás a aquella editorial, o volver pasados unos años, habiendo subido mi nivel.

Ninguna de las opciones me convencía.

Me marché a mi remota y anónima casa del centro, para seguir escribiendo sin sentido, para castigarme por mi incompetencia.

En mitad de la calle, alguien chocó conmigo, juntamos nuestras burbujas vitales hasta el extremo y él, sin poder evitarlo, esparció por el suelo mojado todos mis asquerosos relatos (como en aquella película).

Por supuesto, dejó su cartera y su paraguas para ayudarme; también se ofreció a acompañarme a casa y arreglar su desastre.

-No importa, le dije, no me los han aceptado.

Aquel hombre mostró su expresión más triste y empática, y me invitó a un banal café.

El local parecía una pecera, llena de gente estandarizada, resbaladiza, parejas que van a tomar café y tartas de queso con mermelada, aquello también me dio asco.

Observé a aquel hombre, tendría unos veintisiete, un año por cada relato que inútilmente yo había escrito.

Algunos pelos de su recortada barba eran de un tono gris, otros blancos, pero él era castaño oscuro, sus ojos también.

Llamó a la camarera, una señora rubia postiza con escote profundo y tacones lejanos, que nos sirvió dos tazas. Yo odiaba el café, pero nunca se lo dije.



A partir de ahí, declaró su ferviente amor por mí, la inevitable atracción que sintió antes de chocarnos, cuando me observaba atónito desde la otra acera.

-Estoy enamorado de tu pelo rojo. ¿Es natural?

-Pues claro.

-Claro, cómo no...

Tras el típico silencio incómodo de las primeras citas, me dijo:

-¿Sabías que hasta finales del siglo XIX, en el mundo del arte una mujer pelirroja era una pecadora?

-No tenía ni idea.

-Los simbolistas empezaron a pintarlas como vírgenes, desde entonces ya no se consideraba algo blasfemo. ¿No te parece revelador?

-¿Por qué habría de parecérmelo?

-Pues porque tu pelo me ha hechizado.

Me sonrió ampliamente, como si con él estuviera a salvo de todo.

Sin apenas ser consciente del transcurso del tiempo y sus desgracias, aquel hombre vino a vivir conmigo, a aquella casa que dejó de ser anónima.

Pasábamos juntos los días y las noches; él observándome, yo haciéndome la dormida, para no tener que observarle.

-Me sé tu cara de memoria. Me susurraba algunas mañanas, cuando me despertaba y traía dos tazas de asqueroso café, que yo tenía que beber con la más estúpida de las sonrisas.

Siempre dejaba, antes de irse a trabajar (no importa dónde), una nota que decía:

-Tu belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica..., me obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.

Y también siempre, cuando llegaba de trabajar, traía consigo objetos tan corrientes como ramos de flores artificialmente bellas, o cajas de bombones, de pecaminoso placer.



Una noche quiso llevarme a un restaurante, yo no quería salir, la calle seguía aterrándome, pero jamás se lo dije. Entonces él me suplicó que me pusiera el vestido verde, su favorito.

Sentados a la mesa de aquella pecera de etiqueta, me pidió matrimonio.

Yo no quería casarme, pero para eso tendría que haberle dicho que no me gustaba el café.

Acepté; nos prometimos para octubre, él sabía que era mi mes favorito, aunque después dejaría de gustarme.

Su felicidad extrema a veces me abrumaba, me oprimía, me asfixiaba.

Pero por las noches era diferente.

Cuando desnudos uníamos nuestros cuerpos, él siempre se quedaba mirando muy fijamente el rojo de mi pelo. Entonces, sin remedio alguno, eyaculaba de placer, siempre antes que yo, siempre él.

-Lo siento muchísimo, pero es que me excitas tanto... Me decía desde lo más profundo de su humano, masculino corazón.

Jamás tuve un orgasmo. Todos los hombres con los que había compartido mi cuerpo y mi mente, manchaban las sábanas de vergüenza, y yo los echaba de casa pero, ¿cómo despedir de mi inmerecida vida al único hombre capaz de amarme?

Lo llaman la petit mort, creo que nunca experimentaré tal placer, no hasta el día de mi muerte.

Una noche, de esas que presientes que al mundo o a ti os va a pasar algo grave, él me dijo.

-Me encantaría tener un hijo contigo.



No fui capaz de contestar, me hice la dormida como hacía siempre, aunque él estaba rozando mi pierna con la suya, para hacérmelo en ese mismo momento.

-¡No! Le dije con ojos desorbitados.

-¿Por qué?

-Porque te odio, odio excitarte y odio que me quieras.

Sólo supo acercarse a mí, para intentar besarme. Pero yo, poseída por una fuerza sobrehumana, empujé su cuerpo y él cayó al suelo.

En su rostro no existía odio, pero sí incomprensión, tristeza.

-No te conozco.

-Nunca me has conocido.

-Nunca me has dejado.

-Nunca me has preguntado.

-Nunca me has querido.

-No, nunca te he querido.

El se quedó tirado en el suelo, aún con una erección palpable.
Una voz en mi interior, que no me visitaba desde niña, me instó a coger las tijeras de coser que había colocadas, casi como una tentación satánica sobre la mesa.

Me aproximé a él. Esta vez no hizo falta la fuerza, se dejó vencer, dejó que yo desgarrase la piel de su sexo con mis tijeras. Una punta afilada de odio y miedo, penetró en sus testículos, pero no hubo sangre, tan sólo gritos, aullidos profundos de dolor y tristeza.

Yo no podía parar. La tijera atravesó con su fría longitud todo su ser, privándole de su masculinidad, matando su hombría, desbordando los límites de lo grotesco.

Sólo yo sentí placer al contemplar mi masacre, al verle agonizar sobre el suelo de nuestro dormitorio, aquel siete de octubre, a unos días de nuestra boda.

Me marché. Tenía que salir. Era de noche y la calle me aterraba más que nunca. Deseé con todas mis fuerzas que en el suelo se abriera un agujero infernal, que un precipicio me transportara a un universo paralelo, con todos los sentimientos de los que carecía.

Pero no fue así. Vagué por las calles en busca de un puente, del que nunca me atrevería a tirarme.

Para qué buscar la felicidad si el fin inevitable de la vida es la muerte, para qué esforzarse por algo tan efímero.

A la mañana siguiente me dirigí a la editorial con este manuscrito, el último que escribiría.

En la misma sala de espera sonaba el Réquiem de Mozart, y el mismo señor de la vez anterior apareció, mirándome con gesto asqueado. Y yo le pregunté:

-¿Qué le ha parecido este?



4 comentarios:

  1. Los premios, cuando traen consigo una contrapartida económica considerable, se miden finalmente con el vil dinero, como casi todo en la vida; pero créeme, Paloma, el premio debes dártelo tú misma al saber que has escrito un cuento que a ti te satisface.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Realmente no me gustan los concursos, pero este supone la respuesta a una pregunta que me llevo haciendo desde hace tiempo. Necesito saber si debo seguir escribiendo aunque, créeme que es algo que haré siempre, pues como tu bien dices, el premio es la satisfacción por un trabajo bien hecho, por un trabajo personal que trata de llegar a las personas.

    Gracias por tus palabras, me abren horizontes de esperanza en el mundo de las letras.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Los concursos en su mayoría raramente miden la capacidad, expresión u originalidad de los escritores. Muchas veces tienen mayores posibilidades escritores mediocres con estilos conservadores que buenos escritores cuando se arriesgan con un estilo mas personal, crudo o políticamente incorrecto.

    De todos modos como dice Francisco el mejor premio es escribir textos que te hagan sentir autorealizada.
    A mi este relato me ha sorprendido, por todo lo que transmite y como lo transmite: ese miedo y aislamiento de la protagonista, su disfuncion social, el rechazo, la brutalidad...

    Según mi opinión deberías seguir escribiendo independientemente del resultado del concurso, tienes capacidades que a muchos escritores les faltan. He conocido a gente que con el tiempo pierde esa don, asique aprovechalo para poder seguir creando textos igual de únicos.


    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es cierto lo que dices, los concursos son injustos y dolorosos, sobre todo si has puesto tanta pasión y ámbitos personales en tu trabajo.

      Para mí sería importante descubrir si debo seguir escribiendo, pero creo que soy la única que puede responderme. Aunque siempre me ha podido la negatividad.

      Me alegra que te gustase el relato y la forma de trasmitir sentimientos, muchos de los cuales son propios, pero también el influjo de las pesadillas, que a veces se convierten en realidad, sobre todo si uno no cree en sí mismo.

      Gracias, de verdad.
      Un abrazo.

      Eliminar