Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
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martes, 22 de octubre de 2013
La metáfora del principio y del fin.
Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.
martes, 16 de abril de 2013
Océanos de arena.
Aquella noche fría,
espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que
terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más
oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro,
escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles
pesadillas.
Atravesé las montañas
de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me
indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y
hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla,
aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el
sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y
las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de
aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal
dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos
surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar
nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi
cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el
monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un
destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía
inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca
llegaría.
El monstruo engullió sin
placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me
inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el
monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente
criatura en sus negras y sucias entrañas.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Escarificaciones.
La tarde permanecía
tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la
piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos
y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El
cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con
sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no
toleraba el agua.
La piscina se desbordó
de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial,
del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados
pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover,
tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias
del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza
oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a
sumergirme en el agua, junto a los monstruos.
El frío invadió mis
entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El
traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar
con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron,
desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de
sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi
inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el
cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló
arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.
Me sentí desnuda, bañada
por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos
brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un
río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas
blancas.
Acaricié mis heridas con
terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual
cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en
fracciones de segundos.
El calor aumentaba sobre
mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente,
atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se
pega siempre a los zapatos, a las uñas.
Aquella noche, soñé con
África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi
sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal,
guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir
dentro de mí.
martes, 19 de febrero de 2013
Las amigas o Pureza y libertad (Parte I)
Este relato se lo quiero dedicar a María P. Quero, quien fue
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.
-¡Felicidades! Le
dijo la amiga.
Ambas se abrazaron, sin
saber que sus sentimientos eran los mismos.
-Pasa, hay tarta en el
cuarto, es de queso y fresas.
Realmente no se dijeron
nada importante durante la tarde, tan solo se miraron y, a veces, los
ojos verdes de una, se reflejaban en los marrones de la otra,
emulando todo un universo natural en un cosmos microscópico, de tal
manera que ambos colores se fundían en uno, como las estrellas se
hunden en el petrolífero universo.
La una se levantó, la
otra también; sus ojos estaban sujetos por unos hilos pesados, muy
dolorosos, no había forma de escapar.
Aún penetrándose las
miradas, se besaron tímidamente: un solo beso significaba la muerte
así que, por qué parar.
Las bocas se fundieron,
al igual que los ojos, que permanecían dolorosamente abiertos, como
si hubieran perdido toda su humedad, a pesar de estar lloviendo
fuera.
El tiempo pasó de manera
natural, lento para unos, rápido para otras, y la separación fue
inevitable, al igual que la tormenta.
La chica de ojos verdes
escapó, sintiendo un desgarramiento sobrehumano en el lagrimal, como
si desollaran su piel fría, lentamente.
La chica de ojos marrones
permaneció inmóvil, frente a la ventana, viendo huir a su amiga por
la playa, serena, en calma.
La primera paró en la
orilla, de cara al mar. Sus ojos lloraban sangre, pero ella no lo
sabía. La otra no lloraba,
temblaba desde lo alto de su torre.
El mar se embraveció y
de una ola nació una criatura extraña que, cual ballena tragó a la
amiga, que perdió el verde de sus ojos viendo a la otra en lo alto,
desfalleciendo como una liviana hoja de otoño.
martes, 30 de octubre de 2012
La pérdida de los sentidos.
Cansada del mundo, decidí
irme unos días a una isla a descansar. Me la recomendaron unos
amigos, decían que esa isla tenía poderes curativos.
Era muy pequeña, y el
hotel tenía como norma principal acoger a un solo huésped.
Los empleados eran muy
discretos, casi parecían fantasmas que ponían ante mi sábanas y
toallas, y que luego se esfumaban; y la comida siempre estaba en la
mesa antes de que llegara, sin posibilidad alguna de hablar con
nadie, pero eso es lo que yo quería.
Aunque era otoño, quería
ver el mar.
Una mañana, salí del
hotel muy temprano, no sin antes detenerme ante las flores que la
decoradora dejó en la mesita del recibidor, junto al teléfono.
Eran unos lirios blancos
pero, no olían a nada, ni siquiera olía el aire.
Estaba todo impecable y
pensé que unas flores tan perfectas, debían de carecer de algo.
Me puse una rebeca y
caminé por la playa.
No había nadie, ni
siquiera a lo lejos.
Las olas acariciaban con
calma la fina arena que teñía de blanco la orilla de la isla.
El cielo se empezó a
llenar de nubes.
De pequeña siempre me
había gustado tirar piedras al mar, para verlas bailar.
Encontré una perfecta,
era gris con vetas oscuras, y tan plana que parecía un plato
prehistórico, casi me dio pena arrojarla al mar; pero sabía que su
muerte merecería la pena.
Antes de lanzarla, me la
llevé a la boca, para saborear la sal del mar.
Curiosamente, la piedra
no sabía ni a sal ni a nada. Pero aún así, era digna de ser
lanzada.
Con todas mis fuerzas, mi
brazo trazó un surco en el aire, efímero como un suspiro.
La piedra rebotó unas
cinco veces pero, no oí sus golpes desgarrando la piel del mar.
Quise repetir la danza de
las piedras, pero no encontré más en la orilla.
A pesar del frío, algo
desconocido me indujo a meterme en el agua.
Me quité los zapatos y
mis pies se sumergieron en las elegantes y tranquilas olas de la
orilla.
Pero no sentí el agua ni
su opuesto, la tierra. El frío habría enmudecido mis pies,
privándolos de sensaciones cálidas.
Algo en el cielo
parpadeó: se acercaba una tormenta, que teñía de gris la isla.
Cada vez iba quedando
menos azul, y las negras nubes eran las únicas señoras de la esfera
celeste.
Comenzó a llover con una
rapidez atroz, y yo quise salir corriendo hacia el hotel, por no
estar bajo la tormenta.
Me encontraba con los
pies dentro del agua serena, que se fue enfureciendo tanto como el
cielo; sólo tenía que caminar tres metros de agua, pero algo me
impidió moverme.
El aire penetraba entre
mis párpados, paralizándolos, y el frío se apoderó de mí.
Cerré los ojos para que
el fuerte viento no se los llevase pero, al abrirlos no vi nada.
Parecía como si la
oscuridad lo hubiese conquistado todo en dos efímeros segundos.
Intenté salir del mar,
pero no podía moverme.
No podía oír las olas,
no podía sentirlas ni verlas, pero sabía dónde estaba, sabía que
el mar me tragaría, si no lo hacía el cielo.
Era como un vegetal,
consciente de mi existencia, pero sin ser consciente de nada más.
Entonces recordé a
Schopenhauer y su concepción romántica que decía que lo más bello
del mundo era contemplar cómo te arrastraba una ola; pero en el
mismo momento en que te golpea, pierdes la consciencia, que hace
imposible que puedas experimentar pasión.
La pérdida de todos mis
sentidos hizo que ni siquiera pudiera sentir cómo me tragaba el mar,
pero mi mente lo sabía todo, y mi muerte fue totalmente en vano,
como todas las piedras que se arrojan al mar.
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