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martes, 22 de octubre de 2013

La metáfora del principio y del fin.


Eres mi metáfora metafísica, metamorfoseada, ondulante. Solo te amo en los días grises, y hoy el cielo es enloquecida y bellamente de un color carbonizado, parecido a las olas de un océano entristecido. Beso tu cuello y sabe a sal, es de la misma suavidad que el mar en calma, pero bajo por tu pecho y el mar se embravece, se ondula y asfixia con la presión de mis dedos, que recorren firmes, insinuantes por la senda de los principios. Tu me miras, y yo miro tus manos, deseo tenerlas, para mi y para siempre, como unas segundas manos, deseo poseer el movimiento de tus dedos y trazar círculos en el aire, como si fuera una danza otoñal inesperada que el cielo anticipa, como una tormenta fingida que con tus manos haces explotar sobre mi pecho; y me mientes, me dices que no quieres, pero haces daño y tu tacto recorre mi cuerpo sin moverse, pues tus manos, de alma infinita descansan en mi vientre, presionando la cueva de todos los principios, y yo te siento hasta en los pies, fríos porque ya te has ido, y aún tengo el sabor de tu cuello en mis labios. Me mientes, no debes saber a sal, y aún así me hieres con tu ausencia, y yo siento una catarsis en mi pecho, en mi vientre y en mi alma, gris como el día en que me abandonaste.



martes, 16 de abril de 2013

Océanos de arena.




Aquella noche fría, espeluznantemente macabra, caminaba por un mar de arena, que terminaba violentamente en un mar de agua. Todo era de un tono más oscuro al habitual, al real, todo era frío y siniestro, escandalosamente inhumano, y preludiaba las más terribles pesadillas.
Atravesé las montañas de fina arena, reloj desmesurado y desorbitado, que aún así me indicaba que no había tiempo, que pretendía tragarse mis pies y hacía mis pasos aún más lentos, como en los sueños.
Ya visualizaba la orilla, aquel horrible paso entre la vida y la muerte, entre la realidad y el sueño que transformaba la materia en nada, que tragaba las piedras y las perdía para siempre en la inmensidad de lo que llamamos mar.
Llovía en forma de aguja, y cada gota era un suplicio, una tortura por los pasos mal dados, por las decisiones tomadas; las nubes proyectaban dolorosos surcos de luz en mi cara, ensombrecida por el miedo a no llegar nunca, y el calvario se hacía cada vez más pesado, como si mi cuerpo estuviese compuesto de acero, y no de sangre.
A lo lejos emergió el monstruo, sediento de vida humana, salió de las aguas como un destello y se tragó al pequeño fruto de mis entrañas, que yacía inmóvil en la tediosa orilla, esperando mi abrazo, que nunca llegaría.
El monstruo engullió sin placer, casi como una mera rutina, que se clavaba en mi sien y me inducía a ir hasta él. Entonces me arrojé al mar, para que el monstruo me tragase a mí también, para unirme con mi inocente criatura en sus negras y sucias entrañas.



miércoles, 20 de marzo de 2013

Escarificaciones.




La tarde permanecía tranquila, hasta que se cansó de estar serena. Yo nadaba en la piscina, y un destello en el cielo me hizo temblar, erizar mis vellos y todas las sensaciones que profetizan el caos más horrible. El cielo se enfureció con la tierra, como dos amantes que se odian con sus miradas y con lágrimas, el cielo hizo callar a la tierra, que no toleraba el agua.

La piscina se desbordó de sus límites azules, y se transformó en un mar frío, artificial, del que emergieron dos purpúreos pulpos paquidérmicos, con pausados pasos de patas puntiagudas, penetrantes, punzantes. Empezó a llover, tronar, granizar y nevar al mismo tiempo, y todas las inclemencias del tiempo hicieron imposible la huida. Algo desconocido, una fuerza oculta en la mente que nos conduce a la locura, me incitó a sumergirme en el agua, junto a los monstruos.


El frío invadió mis entrañas, y los pulmones se llenaron de aire caliente, pesado. El traje de baño me oprimía, pero era horriblemente placentero nadar con los pulpos, que pronto advirtieron mi presencia. Me abrazaron, desnudaron, amaron y descuartizaron la mente en un torbellino de sensaciones marítimamente deliciosas. Cuando terminó mi inconsciencia, huí del líquido amniótico de las pesadillas, ya el cielo se había calmado, otra vez. Seguro que la tierra se arrodilló arrepentida de sus actos y juró armonía, al menos por un tiempo.

Me sentí desnuda, bañada por el sol, el aire era muy violento de respirar; de entre mis pechos brotaron unas marcas africanas, a modo de escamas de cocodrilo, un río de sangre que recorría el epicentro de mis dos montañas blancas.


Acaricié mis heridas con terror, mi piel gritaba en silencio, el dolor se extendía cual cáncer ultrahumano y el tamaño de mis incisiones crecía en fracciones de segundos.

El calor aumentaba sobre mi piel, mojada y doliente; la excitación del cielo se hizo latente, atraído por las mentiras de la tierra fría, mojada, tierra que se pega siempre a los zapatos, a las uñas.

Aquella noche, soñé con África en Agosto: los nativos me abrieron el pecho para beber mi sangre blanca, mojada en la sal de las piscinas occidentales. Sal, guijarros y gusanos en mi pecho, abrieron mis heridas para vivir dentro de mí.


martes, 19 de febrero de 2013

Las amigas o Pureza y libertad (Parte I)


Este relato se lo quiero dedicar a María P. Quero, quien fue
la primera persona en leerlo, aquel mediodía en el tren.

-¡Felicidades! Le dijo la amiga.
Ambas se abrazaron, sin saber que sus sentimientos eran los mismos.
-Pasa, hay tarta en el cuarto, es de queso y fresas.
Realmente no se dijeron nada importante durante la tarde, tan solo se miraron y, a veces, los ojos verdes de una, se reflejaban en los marrones de la otra, emulando todo un universo natural en un cosmos microscópico, de tal manera que ambos colores se fundían en uno, como las estrellas se hunden en el petrolífero universo.
La una se levantó, la otra también; sus ojos estaban sujetos por unos hilos pesados, muy dolorosos, no había forma de escapar.
Aún penetrándose las miradas, se besaron tímidamente: un solo beso significaba la muerte así que, por qué parar.
Las bocas se fundieron, al igual que los ojos, que permanecían dolorosamente abiertos, como si hubieran perdido toda su humedad, a pesar de estar lloviendo fuera.
El tiempo pasó de manera natural, lento para unos, rápido para otras, y la separación fue inevitable, al igual que la tormenta.
La chica de ojos verdes escapó, sintiendo un desgarramiento sobrehumano en el lagrimal, como si desollaran su piel fría, lentamente.
La chica de ojos marrones permaneció inmóvil, frente a la ventana, viendo huir a su amiga por la playa, serena, en calma.
La primera paró en la orilla, de cara al mar. Sus ojos lloraban sangre, pero ella no lo sabía. La otra no lloraba, temblaba desde lo alto de su torre.
El mar se embraveció y de una ola nació una criatura extraña que, cual ballena tragó a la amiga, que perdió el verde de sus ojos viendo a la otra en lo alto, desfalleciendo como una liviana hoja de otoño.


martes, 30 de octubre de 2012

La pérdida de los sentidos.



Cansada del mundo, decidí irme unos días a una isla a descansar. Me la recomendaron unos amigos, decían que esa isla tenía poderes curativos.
Era muy pequeña, y el hotel tenía como norma principal acoger a un solo huésped.
Los empleados eran muy discretos, casi parecían fantasmas que ponían ante mi sábanas y toallas, y que luego se esfumaban; y la comida siempre estaba en la mesa antes de que llegara, sin posibilidad alguna de hablar con nadie, pero eso es lo que yo quería.
Aunque era otoño, quería ver el mar.
Una mañana, salí del hotel muy temprano, no sin antes detenerme ante las flores que la decoradora dejó en la mesita del recibidor, junto al teléfono.
Eran unos lirios blancos pero, no olían a nada, ni siquiera olía el aire.
Estaba todo impecable y pensé que unas flores tan perfectas, debían de carecer de algo.
Me puse una rebeca y caminé por la playa.
No había nadie, ni siquiera a lo lejos.
Las olas acariciaban con calma la fina arena que teñía de blanco la orilla de la isla.
El cielo se empezó a llenar de nubes.
De pequeña siempre me había gustado tirar piedras al mar, para verlas bailar.
Encontré una perfecta, era gris con vetas oscuras, y tan plana que parecía un plato prehistórico, casi me dio pena arrojarla al mar; pero sabía que su muerte merecería la pena.
Antes de lanzarla, me la llevé a la boca, para saborear la sal del mar.
Curiosamente, la piedra no sabía ni a sal ni a nada. Pero aún así, era digna de ser lanzada.
Con todas mis fuerzas, mi brazo trazó un surco en el aire, efímero como un suspiro.
La piedra rebotó unas cinco veces pero, no oí sus golpes desgarrando la piel del mar.
Quise repetir la danza de las piedras, pero no encontré más en la orilla.


A pesar del frío, algo desconocido me indujo a meterme en el agua.
Me quité los zapatos y mis pies se sumergieron en las elegantes y tranquilas olas de la orilla.
Pero no sentí el agua ni su opuesto, la tierra. El frío habría enmudecido mis pies, privándolos de sensaciones cálidas.
Algo en el cielo parpadeó: se acercaba una tormenta, que teñía de gris la isla.
Cada vez iba quedando menos azul, y las negras nubes eran las únicas señoras de la esfera celeste.
Comenzó a llover con una rapidez atroz, y yo quise salir corriendo hacia el hotel, por no estar bajo la tormenta.
Me encontraba con los pies dentro del agua serena, que se fue enfureciendo tanto como el cielo; sólo tenía que caminar tres metros de agua, pero algo me impidió moverme.
El aire penetraba entre mis párpados, paralizándolos, y el frío se apoderó de mí.
Cerré los ojos para que el fuerte viento no se los llevase pero, al abrirlos no vi nada.
Parecía como si la oscuridad lo hubiese conquistado todo en dos efímeros segundos.
Intenté salir del mar, pero no podía moverme.
No podía oír las olas, no podía sentirlas ni verlas, pero sabía dónde estaba, sabía que el mar me tragaría, si no lo hacía el cielo.
Era como un vegetal, consciente de mi existencia, pero sin ser consciente de nada más.
Entonces recordé a Schopenhauer y su concepción romántica que decía que lo más bello del mundo era contemplar cómo te arrastraba una ola; pero en el mismo momento en que te golpea, pierdes la consciencia, que hace imposible que puedas experimentar pasión.
La pérdida de todos mis sentidos hizo que ni siquiera pudiera sentir cómo me tragaba el mar, pero mi mente lo sabía todo, y mi muerte fue totalmente en vano, como todas las piedras que se arrojan al mar.