Agosto, cuarenta grados. El niño se
enfundó las gafas de buceo y el flotador, y se dispuso a saltar a la
piscina, pero erró el salto y se abrió la cabeza contra el filo de
piedra blanca. El agua se tiñó de sangre y los padres gritaron al
cielo. Siete horas más tarde, el niño estaba muerto.
Ese día los padres almorzaron en el
hospital, aquel siete de agosto había espaguettis con tomate, y el
recuerdo de los sesos reventados de su pequeño hijo, les quitó el
apetito. Aquella noche no hicieron el amor, ni se miraron, ni tampoco
hablaron nada. Las horas pasaban muy lentas, y el
insomnio les acompañaba a ambos, inseparable, como el hedor de las
entrañas del infierno.
Algún día habría que decir algo. El
primero fue él, quien no soportaba verla inmóvil, llorando en el
sofá; se acercó y la besó, y cuando ella quiso apartarse, él la
abofeteó; llevaban una semana sin hablarse, y él la llamó, gritó
su nombre, pero ella no escuchó nada, tan solo el sonido de cuando
algo desgarra la piel del agua cristalina.
Podría haber sido de mil maneras: un
enchufe colocado a una altura demasiado baja, un conductor de
autobús algo despistado en un paso de cebra, un bote de pastillas
para adultos, olvidadas al alcance de un niño... pero el pequeño se
abrió la cabeza ante los ojos de sus padres; sus gafas de bucear fue
lo último que vieron, y sus pupilas verdes inundarse de sangre
aguada.
-No te soporto, no quiero verte,
¿por qué no le vigilaste?
-Estaba en el mismo sitio que tu. Te
daba un beso, ¿o es que ya no te acuerdas? Me dijiste: “hace mucho
que no me das un beso”; entonces yo te besé, pero tu dijiste: “no,
así no, lo quiero como los de antes”; “¿antes de qué?”, te
pregunté yo; y tu me contestaste: “antes de madurar, de ser
padres”. Entonces yo te besé exactamente de la misma forma en que
lo hacía cuando tenías veinte años, el pelo largo hasta la
cintura, las mejillas siempre rojas y lágrimas en las despedidas.
-Con tu beso lo mataste.
-Entonces tu me pediste que lo
hiciera.
-Quizá no debió haber nacido.
-Quizá no debimos conocernos.
Aquella noche él se fue para siempre,
y la dejó sola, y ella se mutiló el alma, se arrancó los ojos y la
lengua con manos temblorosas, y en su íntimo lecho juró no volver a
ser besada nunca.
Durísimo texto; desgarrador y verosímil. ¡Felicidades, Paloma!
ResponderEliminarBesos
Muchas gracias Francisco.
EliminarUn beso.