Con
este relato he participado en un concurso,
por eso es más extenso
que de costumbre.
No creo en la suerte, pero a ver que pasa...
Siempre
supe que el color rojo de mi pelo significaba algo: estaba destinada
a sufrir.
Ya
desde antes de mi alumbramiento, de mi salida divina y milagrosa de
la cueva roja, mi madre me ponía Mozart, el Réquiem sobre
todo.
Aquella
música me exorcizaba, me elevaba a las cotas más altas del éxtasis,
sin haber probado aún los polvos de ángel ni las pastillas rosas.
Escuchar
esas embriagadoras notas era, como descubriría más tarde, un placer
comparado a correr por un sendero infinito, correr sin motivo
aparente; o gritar, gritar al cielo o al suelo, daba lo mismo;
también estaba relacionado con el ansia de comer de un niño, de un
niño obeso que traga sin pudor, que engulle como si fuese su último
día en la tierra.
Pero
cuando vas creciendo, pruebas todo tipo de placeres que te elevan
hasta el éxtasis, para después desfallecer y soñar con agujeros
negros, y todo en el mundo te da miedo, y todo es tan asfixiante y
abrumador como la salida del útero.
Cuando
nací, mis padres no me quitaban el ojo de encima, era un pelirroja
vigilada en extremo, que tenía que esconderse o levantarse por las
noches para devorar pecaminosas porciones de chocolate en la
despensa. Algún día alguien me castigará por esto, pensé
desde mi ateísmo.
Una
niña cada vez más mala, que soñaba a los once años con un mundo
donde las mujeres son mantis y los hombres hormigas. Poco después me
hice mujer.
No fue
para tanto, mis ojos estaban acostumbrados al rojo intenso, a la
sangre.
Pero
pronto descubrí cuál era mi sueño, si es que está permitido
utilizar esta palabra.
Quería
ser escritora, aunque aún no había escrito nada. Desde lo más
profundo de mi ser, algo fundido a mí, inexplicable, me decía que
tenía que escribir.
Se
puede escribir sobre mil cosas, me dije. Si nos paramos a pensar,
está todo escrito, todo se ha dicho, y de mil maneras pero, ¿y el
orden de las palabras? Todo se fundamenta en eso, tan sólo has de
saber ordenar las palabras de manera armoniosa. Entonces empecé a
odiar mi vocación, ser escritora era un engaño, una farsa. El
mérito de los libros debería recaer sobre las palabras, o mejor,
sobre las letras; bendito abecedario.
Pasé
un tiempo buscando algo con que ganarme la vida, vida que (más tarde
descubriría) no me merecía.
Dejé a mis padres y todo mi pasado,
por otra razón de nuevo inconcebible, arraigada en mi ser, voz
esplendorosa que dominaba mis sentidos.
Pero
allí estaba, diciéndole adiós a mis progenitores, las únicas
personas capaces de decirme no, de hacerme sentir vergüenza y de
inculcarme tanto asco hacia la vida, que tuve que marcharme.
Me
instalé en una ciudad al azar, no importaba su nombre, tan sólo mi
futuro de escritora.
Ahora,
necesitaba algo sobre lo que escribir.
A
estas alturas cabe preguntar si hubo alguien más en mi vida. No, aún
no.
Sí
que tuve amores pasajeros a los quince años, pero fueron mis
hormigas y yo su mantis.
En
aquella ciudad hacía frío, salir a sus calles kilométricas me
aterraba, pero esa inquietud me ayudaba a escribir.
-Tengo
miedo a salir y caerme de algún puente.
No,
esa frase era de lo más estúpida, ¿acaso era yo estúpida?
-Tengo
miedo... me aterra el mundo y sus precipicios, la gente anónima,
insomne que vaga y se arrastra en cualquier dirección sin sentido,
sin rumbo original, hacia su muerte inevitable, en algún precipicio.
Mejor
por hoy dejo de escribir.
Decidí
salir, llevaba algunas noches soñando (pues
no existe un verbo para las pesadillas), con caídas
estrepitosas, inevitables e infinitas de dolor.
La
calle no estaba tan mal, hasta me gustaba ver a toda esa gente con
prisas nada más que aparentes, para demostrar que más allá de su
condición física, tienen una vida que comparten y hacen en sus
remotas casas.
Ese
día decidí ir a la editorial, cargada con los manuscritos de
veintisiete relatos.
La
espera fue insufrible. El tiempo pasaba a la vez lento y rápido. Mis
acciones eran efímeras, pero mis pensamientos eran eternos.
Entonces
pensé que debería haber revisado los relatos más antiguos pero,
para qué.
Los
buenos escritores pasan los años subiendo de nivel, escribiendo
mejor cada vez; sin embargo, pobres de ellos, nunca alcanzan la
perfección, pues la vida es finita y el poder humano también.
Desgraciados
los que se aventuraron a escribir, sin rumbo, sin meta, sabiendo que
la perfección es utópica, inalcanzable.
-No
es lo que estamos buscando.
-¿Y
qué es lo que están buscando?
-Algo
más alegre, menos dañino para los lectores.
Así
que era dañina para mis inexistentes lectores.
Sentí
tanto asco que quise vomitar. Ahora tenía dos opciones, no volver
jamás a aquella editorial, o volver pasados unos años, habiendo
subido mi nivel.
Ninguna
de las opciones me convencía.
Me
marché a mi remota y anónima casa del centro, para seguir
escribiendo sin sentido, para castigarme por mi incompetencia.
En
mitad de la calle, alguien chocó conmigo, juntamos nuestras burbujas
vitales hasta el extremo y él, sin poder evitarlo, esparció por el
suelo mojado todos mis asquerosos relatos (como en aquella película).
Por
supuesto, dejó su cartera y su paraguas para ayudarme; también se
ofreció a acompañarme a casa y arreglar su desastre.
-No
importa, le dije, no me los han aceptado.
Aquel
hombre mostró su expresión más triste y empática, y me invitó a
un banal café.
El
local parecía una pecera, llena de gente estandarizada, resbaladiza,
parejas que van a tomar café y tartas de queso con mermelada,
aquello también me dio asco.
Observé
a aquel hombre, tendría unos veintisiete, un año por cada relato
que inútilmente yo había escrito.
Algunos
pelos de su recortada barba eran de un tono gris, otros blancos, pero
él era castaño oscuro, sus ojos también.
Llamó
a la camarera, una señora rubia postiza con escote profundo y
tacones lejanos, que nos sirvió dos tazas. Yo odiaba el café, pero
nunca se lo dije.
A
partir de ahí, declaró su ferviente amor por mí, la inevitable
atracción que sintió antes de chocarnos, cuando me observaba
atónito desde la otra acera.
-Estoy
enamorado de tu pelo rojo. ¿Es natural?
-Pues
claro.
-Claro,
cómo no...
Tras el típico silencio incómodo de las primeras citas, me dijo:
-¿Sabías
que hasta finales del siglo XIX, en el mundo del arte una mujer
pelirroja era una pecadora?
-No
tenía ni idea.
-Los
simbolistas empezaron a pintarlas como vírgenes, desde entonces ya
no se consideraba algo blasfemo. ¿No te parece revelador?
-¿Por
qué habría de parecérmelo?
-Pues
porque tu pelo me ha hechizado.
Me sonrió ampliamente, como si con él estuviera a salvo de todo.
Sin
apenas ser consciente del transcurso del tiempo y sus desgracias,
aquel hombre vino a vivir conmigo, a aquella casa que dejó de ser
anónima.
Pasábamos
juntos los días y las noches; él observándome, yo haciéndome la
dormida, para no tener que observarle.
-Me
sé tu cara de memoria. Me susurraba algunas mañanas, cuando me
despertaba y traía dos tazas de asqueroso café, que yo tenía que
beber con la más estúpida de las sonrisas.
Siempre
dejaba, antes de irse a trabajar (no importa dónde), una nota que
decía:
-Tu
belleza es sinuosa, centelleante, turbadora, metafísica..., me
obnubila y me conmueve. Me hace ser mejor persona.
Y
también siempre, cuando llegaba de trabajar, traía consigo objetos
tan corrientes como ramos de flores artificialmente bellas, o cajas
de bombones, de pecaminoso placer.
Una
noche quiso llevarme a un restaurante, yo no quería salir, la calle
seguía aterrándome, pero jamás se lo dije. Entonces él me suplicó
que me pusiera el vestido verde, su favorito.
Sentados a la mesa de aquella pecera de etiqueta, me pidió
matrimonio.
Yo no
quería casarme, pero para eso tendría que haberle dicho que no me
gustaba el café.
Acepté;
nos prometimos para octubre, él sabía que era mi mes favorito,
aunque después dejaría de gustarme.
Su
felicidad extrema a veces me abrumaba, me oprimía, me asfixiaba.
Pero
por las noches era diferente.
Cuando
desnudos uníamos nuestros cuerpos, él siempre se quedaba mirando
muy fijamente el rojo de mi pelo. Entonces, sin remedio alguno,
eyaculaba de placer, siempre antes que yo, siempre él.
-Lo
siento muchísimo, pero es que me excitas tanto... Me decía
desde lo más profundo de su humano, masculino corazón.
Jamás
tuve un orgasmo. Todos los hombres con los que había compartido mi
cuerpo y mi mente, manchaban las sábanas de vergüenza, y yo los
echaba de casa pero, ¿cómo despedir de mi inmerecida vida al único
hombre capaz de amarme?
Lo
llaman la petit mort, creo que nunca experimentaré tal
placer, no hasta el día de mi muerte.
Una
noche, de esas que presientes que al mundo o a ti os va a pasar algo
grave, él me dijo.
-Me
encantaría tener un hijo contigo.
No fui
capaz de contestar, me hice la dormida como hacía siempre, aunque él
estaba rozando mi pierna con la suya, para hacérmelo en ese mismo
momento.
-¡No!
Le dije con ojos desorbitados.
-¿Por
qué?
-Porque
te odio, odio excitarte y odio que me quieras.
Sólo
supo acercarse a mí, para intentar besarme. Pero yo, poseída por
una fuerza sobrehumana, empujé su cuerpo y él cayó al suelo.
En su
rostro no existía odio, pero sí incomprensión, tristeza.
-No
te conozco.
-Nunca
me has conocido.
-Nunca
me has dejado.
-Nunca
me has preguntado.
-Nunca
me has querido.
-No,
nunca te he querido.
Una
voz en mi interior, que no me visitaba desde niña, me instó a coger
las tijeras de coser que había colocadas, casi como una tentación
satánica sobre la mesa.
Me
aproximé a él. Esta vez no hizo falta la fuerza, se dejó vencer,
dejó que yo desgarrase la piel de su sexo con mis tijeras. Una punta
afilada de odio y miedo, penetró en sus testículos, pero no hubo
sangre, tan sólo gritos, aullidos profundos de dolor y tristeza.
Yo no
podía parar. La tijera atravesó con su fría longitud todo su ser,
privándole de su masculinidad, matando su hombría, desbordando los
límites de lo grotesco.
Sólo
yo sentí placer al contemplar mi masacre, al verle agonizar sobre el
suelo de nuestro dormitorio, aquel siete de octubre, a unos días de
nuestra boda.
Me
marché. Tenía que salir. Era de noche y la calle me aterraba más
que nunca. Deseé con todas mis fuerzas que en el suelo se abriera un
agujero infernal, que un precipicio me transportara a un universo
paralelo, con todos los sentimientos de los que carecía.
Pero
no fue así. Vagué por las calles en busca de un puente, del que
nunca me atrevería a tirarme.
Para
qué buscar la felicidad si el fin inevitable de la vida es la
muerte, para qué esforzarse por algo tan efímero.
A la
mañana siguiente me dirigí a la editorial con este manuscrito, el
último que escribiría.
En la
misma sala de espera sonaba el Réquiem de Mozart, y el mismo
señor de la vez anterior apareció, mirándome con gesto asqueado. Y
yo le pregunté:
-¿Qué
le ha parecido este?
Los premios, cuando traen consigo una contrapartida económica considerable, se miden finalmente con el vil dinero, como casi todo en la vida; pero créeme, Paloma, el premio debes dártelo tú misma al saber que has escrito un cuento que a ti te satisface.
ResponderEliminarUn abrazo.
Realmente no me gustan los concursos, pero este supone la respuesta a una pregunta que me llevo haciendo desde hace tiempo. Necesito saber si debo seguir escribiendo aunque, créeme que es algo que haré siempre, pues como tu bien dices, el premio es la satisfacción por un trabajo bien hecho, por un trabajo personal que trata de llegar a las personas.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, me abren horizontes de esperanza en el mundo de las letras.
Un abrazo.
Los concursos en su mayoría raramente miden la capacidad, expresión u originalidad de los escritores. Muchas veces tienen mayores posibilidades escritores mediocres con estilos conservadores que buenos escritores cuando se arriesgan con un estilo mas personal, crudo o políticamente incorrecto.
ResponderEliminarDe todos modos como dice Francisco el mejor premio es escribir textos que te hagan sentir autorealizada.
A mi este relato me ha sorprendido, por todo lo que transmite y como lo transmite: ese miedo y aislamiento de la protagonista, su disfuncion social, el rechazo, la brutalidad...
Según mi opinión deberías seguir escribiendo independientemente del resultado del concurso, tienes capacidades que a muchos escritores les faltan. He conocido a gente que con el tiempo pierde esa don, asique aprovechalo para poder seguir creando textos igual de únicos.
Un abrazo.
Es cierto lo que dices, los concursos son injustos y dolorosos, sobre todo si has puesto tanta pasión y ámbitos personales en tu trabajo.
EliminarPara mí sería importante descubrir si debo seguir escribiendo, pero creo que soy la única que puede responderme. Aunque siempre me ha podido la negatividad.
Me alegra que te gustase el relato y la forma de trasmitir sentimientos, muchos de los cuales son propios, pero también el influjo de las pesadillas, que a veces se convierten en realidad, sobre todo si uno no cree en sí mismo.
Gracias, de verdad.
Un abrazo.