Aquella tarde de otoño
caminaba por la ciudad muerta, a las siete ya ha caído la noche y
lleva rato intentando levantarse.
La calle espectral se
estrechaba, y un puente como de circo sostenía a los mártires
transeúntes que se arrastraban hacia sus destinos, dejando un rastro
de sangre, de odio, de miedo.
El puente parecía
temblar. Las máquinas metálicas, veloces llamadas coches, corrían
debajo de nuestros pies. En la noche eran como luces fugaces,
destellos de cometas, y demás astros banales.
Si hubiera alargado mi
brazo, podría haber atrapado un cochecito rojo, lo habría agitado
como a un salero, y hubiese derramado sobre mi boca a todos esos
pequeños duendecillos llamados pilotos, y sentir cómo bajan granos
de sal por mi garganta, sin apenas masticar. Pequeños cuerpos duros
que se deshacen con los jugos gástricos de mis entrañas.
Podría haberlo hecho,
pero no lo hice.
A lo lejos, en el otro
extremo del puente, dos personajes unían sus cuerpos vestidos con
estridentes colores circenses, rojo y azul, amarillo tal vez.
Sentí arcadas.
Sobre el puente colgante
de la humanidad, sobre los coches fugaces que se condensaban en
pequeños granos de algún asqueroso producto salado, empecé a
vomitar sal.
La sal bullía de mi
boca, como si de una fuente se tratase; volcán de lava blanca
desorbitada y siniestra, desbordando los límites de lo grotesco.
La sal se acumulaba en el
puente como la porquería de los circos sociales.
La sal efervescente de mi
cuerpo salía a borbotones estrepitosos por mis orejas.
Había sal en mi boca,
entre mis dientes, bajo mi lengua, la sal brotaba de los rincones más
estrechos de mis oídos, en los conductos lacrimógenos de mis
glóbulos oculares, llorar sal era tan sublime como contemplar un
amanecer negro; sal en mis entrañas, en los riñones y en las venas,
corriendo con mi sangre, si es que me quedaba algo de sangre; sal en
mis pulmones, bajos mis uñas y entre los vellos de mis brazos; sal
en mi vagina, condensada en una forma cúbica, fálica, violando mis
sentidos y fluyendo por mis poros; sal en mi nariz, en mis huesos,
entre mis dedos, sal, sal de mí.
¡Qué manera tan bella de decir, Paloma! ¡Sal de mí, de los rincones recónditos de mi cuerpo, sal!
ResponderEliminarUn abrazo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarMuchas gracias Francisco, me alegra que te gustase la frase final.
EliminarUn abrazo.
No se si era tu intención pero te ha quedado el texto muy vanguadista.
ResponderEliminarMi intención era que fuese grotesco, pero puestos a elegir alguna vanguardia, yo lo calificaría de expresionista y a la vez surrealista (nuestras preferidas ¿verdad?).
EliminarGracias por tu apreciación, un beso.
Un grito de sal, Paloma...
ResponderEliminarSí, un grito y de sal, nunca mejor dicho.
EliminarGracias por pasarte, un saludo.
Solo puedo calificarlo con una palabra: increible.
ResponderEliminarSiempre me ha encantado el surrealismo, y no puedo negar cierto gusto por lo grotesco.
Y yo solo puedo responderte con una palabra: gracias.
EliminarMe alegro de que te gusten mis relatos, y de que te guste el surrealismo, y lo grotesco, a mí también me fascinan.
Un saludo.