martes, 10 de enero de 2012

Clases de natación.



Las cinco de la tarde y, como de costumbre, Celeste corría hacia la piscina cubierta. Sabía que él ya estaba allí, no podía permitirse llegar tarde. 

Una vez puesto el bañador se apresuró a las duchas, los demás ya habían comenzado los calentamientos; y allí estaba él, Carlos, el monitor de natación del grupo infantil (aunque ella se consideraba toda una preadolescente). 

Celeste se enamoró de él en cuanto le vio, en su primera clase. Lo cierto es que no tenía edad para que un hombre de veintiocho años como él, se fijara en una niña de doce años, a penas desarrollada físicamente (pero muy desarrollada intelectualmente, pensaba ella). 

A Celeste siempre le había interesado la natación y, cuando convenció a sus padres de sus dotes acuático-deportivas, empezó a acudir a clases los martes y jueves de cinco a siete; su objetivo era participar en la carrera anual. 

Sin embargo, Celeste se sentía ridícula en un grupo de siete niños, todos mucho más pequeños que ella. Odiaba pensar que Carlos pudiera tomarla por una de ellos. Pero Carlos la tenía como una de sus mejores alumnas que pronto ascendería al “nivel juvenil”. Celeste no volvería a verle. 

No podía imaginarse nadando bajo la mirada de otro monitor que no fuese Carlos. Aunque, por supuesto, ella sabía que él jamás la miraría de otra forma que no fuese como a su alumna, delgada y lánguida, sin a penas pecho y desarrollando caderas; pero eso no hacía que Celeste perdiera la esperanza de que llegara un día en el que Carlos hablase con ella sobre algo que no fuese la natación. Pero le aterraba la idea de que otras chicas de su edad, mucho más desarrolladas que ella, se atreviesen a hablar con él, y que este sucumbiera a sus superficiales encantos.

A veces, cuando se metía en la cama por las noches, imaginaba (y también soñaba) cómo, en las carreras que organizaban en la piscina mensualmente, ella llegaba la primera, y Carlos la felicitaba orgulloso y, después de las clases, la invitaba a tomar algo en la cafetería; y después le confesaba su amor por ella, a pesar de no estar bien, de la diferencia de edad, de que era su alumna y él su profesor... pero que quería estar con ella; se verían en secreto después de las clases, si su madre preguntaba, le diría que estudiaba con una amiga, estaba todo pensado y, cuando acabase la temporada de natación, él se la llevaría al campamento de verano, con la excusa de seguir dando clases para mejorar, allí podrían estar solos y amarse en secreto; él le regalaría unas modernas gafas de buceo, de último modelo, y ella a él, un reloj acuático de cincuenta metros de inmersión. 




Después de ganar la medalla de oro en el campeonato, se fugarían juntos, muy lejos y ella enviaría una carta mensual a sus padres diciéndoles que el éxito se consigue a base de esfuerzos, y la felicidad, a través de los impulsos del corazón. 

Aunque Celeste sabía que si seguía destacando de esa manera, la ascenderían de nivel y no volvería a ver a Carlos; la única manera de seguir con él era poniéndose a la altura de aquellos demás niños: llegaría tarde, no nadaría tan deprisa, fingiría que se ahogaba, se resbalaría en el trampolín y, al tirarse, ladearía las piernas.  

El verano se acercaba y Celeste temía que Carlos no se diese cuenta a tiempo de su amor por ella; seguro que esperaba a la fiesta de despedida que organizaban todos los años en la piscina cuando la temporada de natación se acababa, además servía de despedida para los chicos y chicas que ascenderían de nivel. 

Para ese día debía estar perfecta; se puso el vestido azul (el color favorito de Carlos) y, aunque nunca lo hubiera admitido, metió algodón dentro de su sujetador; pero esta estratagema dio resultado, nada más verla, Carlos se fijó en sus pechos, extrañado de que hubiesen crecido tanto de la noche a la mañana. 

Celeste sentía que se desvanecía cuando vio a Carlos dirigirse hacia ella, “estás preciosa, Celeste”, pensó ella que le diría, “lo siento mucho, no pasas al siguiente nivel, has estado algo floja estos últimos meses”. Celeste se sintió feliz, no pudo evitar llorar de felicidad. “No te preocupes, mejorarás, esfuérzate el siguiente curso, no quiero que Fernando piense que he sido un mal monitor”; “¿Fernando?”; “Sí, verás, es que me han ascendido, el año que viene daré clases por las mañanas a un grupo de adultos”; “¿Por la mañana?”; “Sí, ¿a que es estupendo? Podré salir más por las tardes”. 

Celeste salió de allí corriendo, todo lo deprisa que pudo; las lágrimas le resbalaban por la barbilla. 

Llegó a su casa y se quitó el vestido azul, sacó del armario una falda corta; tiró a la basura sus gafas de bucear, su gorro y las aletas que su padre le regaló por Navidad (y que nunca usó), buscó en el desván la vieja raqueta de su madre y salió por la puerta rumbo al club de tenis.



2 comentarios:

  1. Está genial, enhorabuena, me han surgido algunas dudas al leerlo, ya te las preguntaré ...

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